El bolso y el morral que el muchacho carga a cuestas incomodan la despedida. Todos sollozan. Una leve llovizna les baña, pero él suda. Está demacrado.
El adiós interrumpe la formalidad en el Puente Internacional Simón Bolívar, principal cruce migratorio entre ambas naciones.
Es un paso estrictamente peatonal, y centenares de venezolanos se agolpan en línea dentro de un lindero angosto de cadenas de acero, que les conduce hacia un par de toldos de Migración y la Dirección de Impuestos y Aduanas de Colombia.
Decenas de colombianos se forman en un carril justo al lado.
Todos cargan maletas, bolsos, bultos, almohadas, cajas y bolsas de comida o enseres. Pueden transportarlos sin mayor revisión ni objeción de parte de las autoridades.
La gente mira de soslayo a Jesús y a Mambre Delgado, su amigo y compañero de éxodo. Entregan sus documentos a los agentes aduaneros: la cédula de identidad y la tarjeta de movilidad fronteriza bastan para avanzar.
Jesús no viaja por placer. Huye.
"Nos sacan, viejo. Nos están persiguiendo", le cuenta a BBC Mundo y le confiesa que protestó durante semanas contra el gobierno del presidente Nicolás Maduro en su natal Palmero, un asentamiento de Táchira.
Denuncia que los agentes de las fuerzas públicas del Estado detuvieron y golpearon a tres de sus amigos manifestantes hasta dejarlos hospitalizados en cuidados intensivos. Pero no los nombra, para protegerlos.
A los ojos del gobierno de Venezuela Jesús y Mambre son "guarimberos terroristas", como acostumbran calificar a los venezolanos que desde abril tomaron las calles para bloquearlas y expresar así su descontento con las autoridades. Más de 120 personas han perdido la vida en esas protestas.
Pero, al menos hoy, los dos jóvenes quierensaber poco o nada de su tierra.
"Medio pueblo se ha ido. Allá solo hay miseria".
Transfusión de gente
San Antonio del Táchira y San José de Cúcuta comparten un torrente de gente. Miles fluyen por sus arterias al ritmo que indique el colesterol de la política y la economía de sus naciones.
Y esa transfusión de ciudadanos ha aumentado en las últimas semanas desde Venezuela debido al agravamiento de su conflictividad social.
Un promedio de 25 mil venezolanos por día atraviesan los 315 metros de extensión del puente Simón Bolívar, según datos aportados por Migración Colombia. Llegan desde los cuatro puntos cardinales de Venezuela. En bus, en taxis compartidos, en vehículo propio… Como sea.
Este sábado habrán cruzado al final de la jornada 23.346 oriundos de la tierra de Bolívar, de acuerdo con los registros.
Son cifras propias de un éxodo masivo: 16 venezolanos por minuto cruzan hacia Colombia, 972 cada hora. No hay mayor certeza de quién regresa y quién se queda.
Dennis Rivero, una señora amable de unos 40 años, espera a su esposo junto a su niña en la oficina de Migración, ya del lado colombiano. Su pareja, trabajador de campo, sella los pasaportes de los tres.
"Voy a Colombia un mes para comer bien", comenta, sonriendo.
Entre los migrantes hay especies varias. Existen quienes viajan hasta Cúcuta de vacaciones, a visitar familiares o a hacer mercado por un tiempo perentorio. Pueden estar en Colombia desde un día hasta semanas o meses.
Comprar harina de maíz o un kilo de arroz blanco en Cúcuta puede ser más rentable que hacerlo en Venezuela, donde pueden costar hasta 35% o 40% más.
Venezuela acumuló una inflación de 176% en el primer semestre del año, calculó la comisión de Finanzas del Parlamento, ante la ausencia de estadísticas oficiales del Banco Central de Venezuela.
La vertiginosa depreciación del bolívar, que redujo su valor en el mercado paralelo de divisas hasta en 45% en los últimos siete días, exasperó la especulación y la escasez.
Esa crisis económica bulle especialmente desde abril pasado tras la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente, que el presidente Maduro propuso como un supra poder que refundará el Estado y que sus opositores tildan de fraude constitucional.
Una "aventura" migratoria
Venezolanos como Édgar Acevedo, de 42 años, buscan en tropel nuevas oportunidades laborales sin intención de retornar.
"Voy a aventurarme en Bogotá", cuenta, sentado sobre un brocal corroído de la frontera de Cúcuta, rodeado de un par de maletas de mano y un bolso.
/Colombia y sus ciudadanos están conscientes de la estampida de venezolanos hacia sus urbes. Bucaramanga, Cali y Bogotá son las más marcadas en el mapa de los trotamundos vecinos.
Gobiernos, cucuteños de a pie y religiosos instalaron en julio pasado puestos de atención médica y alimentaria en la zona fronteriza, previendo un aumento de la migración desde el vecino país.
En el llamado Corregimiento La Parada, en la entrada fronteriza de Cúcuta, duermen decenas de inmigrantes bajo algún árbol o el techo de una casa de cambio.
Édgar viaja un día luego de la instalación en Caracas de la Constituyente, enteramente oficialista. Deja a dos hijos en Venezuela: Paula Andrea, de 12 años; y Diego Isaac, de apenas 14 meses.
"Esa Constituyente es una locura. Todo está empeorando. No quiero ser millonario. Quiero trabajar y enviar dinero".
Puñal de hambre y criminalidad
Una mujer de bella figura agita una pancarta en los márgenes colombianos. Su labial rojo, el jean ceñido y su picardía llaman la atención mientras vocea las ofertas de su empresa de transporte: puedes viajar hasta Ecuador durante tres días a cambio de 260 mil pesos (US$87,7).
También promete boletos hacia ciudades colombianas, peruanas y a Santiago de Chile. Este, el viaje más largo, toma usualmente siete días de trayecto.
Gastón Zamón, migrante proveniente de Barquisimeto -centro-occidente de Venezuela-, acarrea sus equipajes junto a tres amigos a pocos metros de donde la joven insiste en sus servicios.
Las suelas de sus zapatos están desprendidas. Está delgado. Dice que en su país desayuna sin saber si gozará de almuerzo o cena.
—¿Por qué viajas a Colombia?
—Por esto…
Se levanta su franela blanca para mostrar la cicatriz, de unos 20 centímetros, que le cruza horizontalmente el costado izquierdo de su tórax. El puñal de un atracador le heredó la marca.
"Si no te mata la delincuencia, te mata el hambre", remata su amiga, Xiara Barcos.
Los cuatro viajan a Colombia sin planes de regresar.
Oasis de abundancia
Cúcuta, capital del departamento de Norte de Santander con 650 mil habitantes, se antoja como un oasis próximo al desierto venezolano.
Notarlo solo toma los diez minutos de trayecto por sus autopistas y calles hacia el centro. Cuesta 1.600 pesos (US$0,50) llegar en bus y 10.000 (US$3,3) hacerlo en taxi.
Sus ventas de autos exhiben decenas de últimos modelos y no vidrieras vacías. Gigantescos locales de electrodomésticos lucen repletos. Los supermercados están abarrotados de productos.
Un comercio cualquiera ofrece a 169.000 pesos (US$57) la camiseta original del dorsal 11 del Bayern Munich y jugador emblema de esta ciudad, James Rodríguez. La existencia siquiera de una camiseta de fútbol original es difícil de hallar en la última era en Venezuela.
El colosal edificio de una cadena franco colombiana de hipermercados, cuyas instalaciones fueron expropiadas hace siete años por Hugo Chávez, también despunta a puertas abiertas y con sus anaqueles a reventar.
De clima y gente agradables, Cúcuta es remanso para el migrante que huye de los demonios de su patria.
Leidys Bolívar, tímida exestudiante de Administración de Empresas, migró hace dos meses desde Guatire, Caracas, junto a su familia. Vende chupetas, galletas, cigarros y llamadas telefónicas frente a la Plaza Santander.
"Gracias a Dios sí me da ganancias para vivir", afirma.
El gobierno colombiano comenzó a otorgar permisos especiales de permanencia a 200.000 venezolanos desde el 3 de agosto. El documento les permite trabajar, estudiar y desarrollar actividades legales en cualquiera de los 32 departamentos.
Los hermanos de Leidys laboran en una zapatería y en una tienda de latonería de carros. Su padre arregla rines de bicicletas.
Los planes de vivir en el exterior, sin embargo, a veces derivan en un fracaso que se paga con mendicidad.
Mendigos en tierra ajena
Manuel ingresa a una pizzería de la sexta avenida con una caja minúscula de caramelos de envoltorio amarillo en mano. Pretende venderlos a un cliente venezolano que degusta dos porcionesde salami y jamón con piña.
—Rey, yo también soy de allá. ¿Puede darle un pedacito de pizza a mi hija?
—Tómela, jefe.
La niña, de pelo catire (rubio) y ojos azules, se abalanza sobre la comida. Tiene tanta hambre que no pierde tiempo en dar las gracias.
Manuel viaja cada 15 días a Cúcuta desde San Cristóbal para vender tantos caramelos como sea posible para ahorrar los 80.000 pesos (unos US$27) que cuesta la mascarilla del tratamiento antiasmático de su pequeña.
Explica su drama mientras meseros, clientes y transeúntes miran absortos la transmisión televisiva de la tanda de penaltis entre el Bayern Munich de James y el Borussia Dortmund por la Supercopa de Alemania.
La algarabía interrumpe al buhonero venezolano: el arquero Sven Ullreich recién detuvo el decisivo disparo del defensa Marc Bartra, lanzándose rastrero hacia su derecha.
La muchedumbre celebra al campeón. El equipo de James es claramente local.
El hambre también trota mundos
La Plaza Santander, ubicada al cruzar la calle, frente a la catedral y a las oficinas de la municipalidad, es un albergue de venezolanos a cielo abierto. Allí dormitan, comen y viven decenas de inmigrantes sin suerte.
Génesis, joven veinteañera de Barinas -zona andina de Venezuela-, se sienta en una banca con rictus de preocupación.
Sus tres hijos, Samuel, Samira y Santiago, alborotan a las palomas. El mayor no supera los tres años. Uno de los menores tiene la cara mugrienta.
"No pude bañarlos ayer", cuenta.
Su pareja está vendiendo bolsas y galletas en alguna calle cercana. El día anterior, debieron desalojar la habitación que habían alquilado por impago. No hallaron dónde quedarse. Durmieron a la intemperie.
Ambos administraban un infortunado puesto de hamburguesas en Venezuela.
"Quebrábamos a cada ratico, porque no se conseguían los panes ni las salsas. La semana pasada no tenía ni qué darles de comer a los muchachos".
Tampoco hallan sustento seguro en el exilio.
La subsistencia de Génesis, Manuel y cientos de venezolanos depende de la caridad de un grupo de empresarios cucuteños que se han aliado para regalarles comida en la plaza.
Les reparten pan, pastelitos, arroz con pollo, sancocho de cola (rabo) de res o hamburguesas.
Alejandro Trillo Santaella, administrador de una casa de cambio de la Sexta, explica que el gesto obedece a la reciprocidad.
"El cucuteño ha vivido gracias a la economía venezolana durante mucho tiempo. Esto es por sentir humanitario. La sangre siempre jala. Hay que darles una mano", manifiesta a BBC Mundo.
Sirven hasta 400 platos en la tarde y otros tantos a la hora de la cena. Génesis espera con ansias el turno de la última comida bajo una lluvia tenue. Un "chaparroncito", le llaman los locales.
El cambista generoso se aterra especialmente por el futuro de sus niños.
"Es que en Venezuela no tenemos ni anticonceptivos", explica Génesis, riendo apenada.
Pide a Dios una oportunidad en Colombia.
Si no, le tocará cruzar, ya de vuelta a casa, el mismo puente de linderos, cadenas de acero y filas perpetuas por donde llegó.
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